viernes, 25 de marzo de 2022

El presidio

El general Evaristo Trujillo había llegado a lo más alto de su carrera con tan solo 46 años. Atrás quedaban las interminables noches de guardia en las trincheras y los fríos días en que debía hacer peligrosas incursiones en las líneas enemigas para dar un balance de las tropas que atacarían durante la siguiente jornada. Ahora habían ganado la guerra y estaba al cargo del puesto de mayor responsabilidad de todo el ejército. Él era el encargado de la sala cero, dentro del Complejo de Superlativa Seguridad para Subversivos Políticos de El Guacal. Su misión era vigilar al grupo más peligroso de todos los subversivos políticos que querían acabar con el glorioso gobierno del Comandante General Pedro Alexiano Santana. Aunque estos presos no habían luchado en la guerra civil, que casi había acabado con la nación, eran aún más peligrosos que cientos de ejércitos. Este grupo de “los siete” era el encargado de sublevar al pueblo con estúpidas ideas que venían de Europa. Este pensamiento subversivo se había propagado como una infección por todo el país en muy poco tiempo. Por ello, los militares se habían visto forzados a salir a las calles para imponer el orden y el respeto por las instituciones establecidas. Ahora, Evaristo Trujillo, miraba desde su puesto a los siete convictos y se sentía henchido de orgullo. “Los siete” estaban confinados en una pequeña habitación rodeada de sólidos barrotes por todas partes y que como único mobiliario tenía una pila para el agua y un triste y maloliente retrete. No tenían mesas ni sillas, ni siquiera tenían camas, puesto que estos lujos les servirían para esconderse de la vista de su guardián y así urdir interminables planes contra el gobierno. Para dormir, tenían unas hamacas que colgaban de los barrotes a las 9 en punto de la noche y debían descolgar y doblar convenientemente a las 6 de la mañana. Esta celda había sido ideada por el mismo Evaristo Trujillo, entendiéndola como la forma más segura de mantener a los reclusos con la mayor seguridad. Este calabozo de barrotes era conocido como “la jaula” y estaba dentro de una habitación mucho más grande, de paredes de cemento armado y con una sola puerta al exterior, donde hacía guardia Evaristo Trujillo. Al principio, el general supervisaba la sala cero y la visitaba con cierta asiduidad para comprobar que todo funcionaba, como decía él, “como Dios manda”. Un día, vio a uno de los carceleros demasiado cerca de la jaula, y ante el temor de que fuera un colaborador de “los siete”, le mandó a otro puesto dentro del Complejo de Superlativa Seguridad y decidió asumir él mismo aquella importante responsabilidad. De esta forma, hizo traerse a la gran sala exterior un jergón y una mesa con una silla para, así, tener algo más de comodidad en la vigilancia. En las interminables noches de guardia y los fríos días en que tenía que custodiar a “los siete”, Evaristo Trujillo musitaba en cómo sería el mundo fuera, si habrían arreglado ya el adoquinado del parque del Alzamiento o si habría hecho alguna otra película su actor favorito, Carlos Gardel. Entre ensoñaciones, escuchaba de vez en cuando a los presos que comentaban diferentes hechos de sus vidas pasadas, contrastaban opiniones y hasta algunas veces tenían la desfachatez de hacerse bromas. ¡Incluso llegó a oír, en algunos momentos, que reían! Evaristo Trujillo, estaba seguro de que ese comportamiento se debía a la locura, ya que habían estado en esa celda por más de diez años ya. Evaristo, a sabiendas de su peligrosidad, se había negado a que su condena fuera revisada y, ya que él era el único que tenía la potestad de su custodia, estaba decidido a que se cumpliera la sentencia del juez: cadena perpetua. Los años fueron pasando y el nombre del grupo tuvo que ir cambiando, conforme iban pereciendo miembros. Finalmente, a los cuarenta y cinco años, seis meses y tres días del inicio de la condena, el último integrante con vida de “los siete”, escuálido y viejo, agonizaba en su litera. Tanto él como Evaristo Trujillo sabían que su fin llegaría pronto y ambos habían tenído una extraña sensación en la boca del estómago durante los últimos días. Entonces, el convicto levantó la mano para llamar la atención de Evaristo. El general quedó petrificado ante la sola idea de que el preso le necesitara o que incluso quisiera intercambiar unas palabras con él. Aterrado quedó cuando pasó por su cabeza que quisiera una última voluntad. Todavía no se había levantado de su rudimentaria silla, cuando una borágine de pensamientos se agolpaban en su cabeza como un torbellino. ¿Qué le pediría? ¿Quérría que hablara con algún familiar? ¿Acaso querría arrepentirse? ¿Debería concederle la última voluntad, como un buen cristiano o sería mejor no hacerlo, para así darle su último castigo en vida? Evaristo Trujillo, se armó de un valor que no tenía y se acercó al reo, para al menos saber qué era lo que quería. Se dijo a sí mismo que le escucharía y siempre tendría tiempo para pensar si le concedía su última petición o no. La cabeza del prisionero estaba cerca de los barrotes de “la jaula” pero aún así, Evaristo tuvo que acercar mucho la suya para poder escuchar las lastimeras palabras que salían de la boca del moribundo. El general se aferraba fuertemente a los barrotes y presionaba su cara contra ellos, en un inútil intento de meter la cabeza dentro de la celda y así poder escuchar lo que aquél hombre, su eterno enemigo, le decía. Evaristo no entendía los balbuceos del convicto y cuando estaba a punto de separarse de “la jaula” y dejarle morir a su suerte, el prisionero tomó una última bocanada de aire y con las últimas fuerzas, que le vendrían desde lo más profundo de su ser, acertó a decir: “Camarada, te doy la libertad”.

sábado, 4 de abril de 2020

Klong el escapista.



Todo el mundo en Zpnabur conocía a Kglong, “el escapista”. Era capaz de salir de cualquier sitio, por imposible que pareciera. Una vez le lanzaron dentro de una caja de acero oxidado al mar y cuando la agitada muchedumbre pensaba que ya había perecido, ahogado, vieron unas diminutas burbujas emerger junto al punto fatídico. Tras ellas, la sonrisa triunfal del hombre que podía evadirse de cualquier lugar.

En otra ocasión, le internaron en el Complejo de Superlativa Seguridad de Hfran. Tras siete muros de hormigón armado, puertas de acero forjado de 15 centímetros, cerraduras de movimiento y candados como manzanas, dejaron sentado a Kglong en una litera de la celda 473 del primer piso.

Tras 43 minutos de chanzas por parte de los funcionarios del Complejo de Superlativa Seguridad sobre la osadía del “iluso prestidigitador del tres al cuarto”, escucharon el estridente chirrío de la puerta principal, y al girarse para ver qué lo causaba, observaron cómo el  legendario “Kglong, el escapista”, triunfaba una vez más.

Su modestia iba decreciendo conforme salía de los más peligrosos lugares. Prepotente y arrogante, emergía de sus confinamientos y exhortaba a todo el mundo a que consiguiera retos más difíciles, puesto que era capaz de salir de cualquier lugar. Su audacia llegó a tal punto que incluso se atrevió a entrar en el laberinto del Templo de del dios Qnurk, temido por sus peligros y envidiado por los tesoros que en él se contenían. Aunque muchos se habían internado en él, puesto que sus puertas siempre permanecían abiertas, ninguno había regresado con vida de aquel lugar. Se decía que a la multitud de trampas esparcidas por los suelos y paredes, había que añadir la gran magnitud del lugar, junto con el difícil intrincado de pasillos y corredores. Incluso algunos aseguraban que una extraña raza de pequeños guerreros defendía el lugar de los intrusos.

Una mañana, armado de un pequeño odre de agua y una alforja equipada con un pedazo de pan, queso y una soga, entró en el laberinto del Templo del dios Qnurk. La expectación que suscitó fue increíble. Todos los informadores de Zpnabur se encontraban en el lugar. Los alrededores del laberinto estaban atestados de amigos, familiares y curiosos, que querían conocer de primera mano los hechos. Las horas de espera a la puerta del laberinto fueron interminables. Muchos de los asistentes se habían desanimado y pensaban ya que el pobre Kglong no saldría de allí jamás. Un gran número de personas se había ido ya a sus casas y comentaban en el vecindario la "última" gran actuación de “Kglong, el escapista”, aquella de la que no pudo volver.

En la mañana del segundo día, con algunas magulladuras, sucio, embarrado y un poco trastabillado por el cansancio, apareció la silueta del personaje más famoso de todo Zpnabur. En su mano traía el mítico anillo del dios Qnurk, el que fue forjado por el Dios Todopoderoso como regalo de amistad.

Enojado por tamaña arrogancia, Qnurk decidió darle un soberano escarmiento a aquel hombre que había retado a los mismísimos dioses.

Desde tiempos inmemoriales, en Zpnabur, se había oído hablar del laberinto de Nagarag. Mezcla de mito y realidad, se alzaba en la identidad popular como el lugar de donde nada regresaba, donde todo permanecía perdido. Unos decían que era un enorme entramado de pasillos, largos, sinuosos y con tal cantidad de encrucijadas, que muchos de los arquitectos encargados de su construcción perecieron en él. Para otros no era más que un infinito desierto, donde ni siquiera el sol era un punto de referencia, puesto que siempre aparecía gobernando el firmamento desde su cenit. Tal suposiciones sobre el mito eran muchas, aunque todas coincidían en que al entrar en él, la muerte en busca de una salida era segura.

El vigésimo octavo día tras su triunfal salida del Templo del dios Qnurk, Kglong se levantó con un extraño zumbido en la cabeza. Oía voces extrañas, ecos lejanos que no lograba entender. No lograba concentrarse en las acciones cotidianas y el mero hecho de lavarse la cara le tomó más de veinte minutos. La pesadez en los procesos mentales se fue incrementando hasta que a las doce del mediodía quedó sumido en un profundo sueño. Su mente y su cuerpo se habían desconectado por completo. Algo que para los doctores que le atendieron era un extraño caso de coma, quizá irreversible, causado por el terrible esfuerzo mental al que se había sometido en las últimas jornadas.

En el interior de su cabeza, Kglong escuchaba una voz un tanto apagada y seca. Una voz que venía de más allá de la oscuridad, la cual se extendía en todas direcciones, infinita, como un universo sin estrellas.

- “Tú eres Kglong, ¿verdad? Kglong el escapista, el único que se ha atrevido a robar en el Templo del dios Qnurk.”

- “Ese soy yo,” respondió con su inquebrantable prepotencia. “¿Quién eres tú?”

- “Yo soy Qnurk, aquel a quien tú robaste, aquel a quien intentaste desprestigiar, aquel que se encargará de que pagues amargamente por ello. Pero no te enojes, no voy a matarte así como así. Quedé muy impresionado por la forma en que me robaste en el templo, y he decidido premiarte con una muerte digna. Ahora te encuentras en Nagarag, mi pequeña morada. No temas, aquí no hay trampas, ni palancas que liberen serpientes, ni paredes que te corten el paso, ni empinadas rampas que te dificulten el avance. Aquí ni siquiera existe el tiempo. Esta es mi mejor creación y tu vas a tener el honor de morir en ella.”

Kglong frunció un poco el ceño intentando entender lo que le estaba ocurriendo, buscar si en realidad sucedía o era un maléfico sueño causado por el sobreesfuerzo de los últimos días. No tardó en comprender la realidad y sus manos temblaban mientras la mandíbula inferior quedaba un poco descolgada por la flacidez a la que había llegado.

-“¿Tienes miedo, Kglong?”- volvió a resonar la lejana voz. “Si eres tan bueno como dices, no deberías tenerlo. Esto no es una celda, que no tenga salida. Te recuerdo que es un laberinto y en los laberintos siempre hay una salida. No soy tan vengativo como parezco”.

La voz hacía rato que dejó de resonar en el insondable laberinto cuando Kglong empezó a tener conciencia de dónde estaba. En su derredor se extendía una infinitud de negrura, como si en lo más profundo del océano se encontrara, sobre él la misma oscura lejanía podía vislumbrarse. Lo que más le sobrecogió fue que a sus pies, no había tampoco materia sólida que se sujetara. Simplemente se sostenía firmemente en el vacío.

Durante largo tiempo anduvo en todas las direcciones, o al menos eso a él le parecía. Los nervios no le dejaban mantener una dirección por mucho tiempo, ya que la intuición le decía que por allí no se llegaba a ninguna parte. Cada vez se desanimaba más puesto aunque había avanzado un largísimo espacio, no veía cambio alguno en su situación. Su percepción del tiempo le decía que habían pasado ya más de dos días, pero no sentía cansancio, ni hambre ni sueño. No sentía nada, sólo una increíble soledad silenciosa. Fue entonces cuando se paró para buscar la salida, recordando las palabras de Qnurk.
Existía una salida, era un laberinto, claro. Pero no había dimensiones espaciales. Ni siquiera temporales. No debía buscar una puerta, ni nada que se le pareciera. Decidió ir hacia atrás en el tiempo para recorrer otra vez todos los laberintos por los que había pasado. Quizá así se le apareciera alguna pista de cómo salir de este.

Se acordó de la primera vez que su padre le encerró en la carbonera y de cómo con la ayuda de un alambre, hizo girar el pomo que le permitió volver a jugar al fútbol con sus amigos aquella tarde. También recordó cómo sus queridísimos compañeros de clase le encerraron en el cuarto de contadores, y la forma en que desatornilló los bornes de la puerta para salir dos horas después de que todo el mundo se había ido ya a casa.

El recuerdo de aquellos días le resultaba tremendamente placentero y decidió seguir recordando. Recordaba las partidas de canicas con su gran amigo Pablo y cómo siempre terminaban enfadados reprochándose mutuamente interminables cadenas de trampas, todas ellas ciertas. Recordaba las tardes de lluvia en su casa, las carreras de gotas en el cristal y los peatones saltando sobre los charcos con el paso acelerado. Recordaba el aroma del chocolate recién hecho el día de reyes, y el suculento sabor de los picatostes mojados en él. Recordaba el suave olor de las sábanas recién cambiadas y la dulzura con la que aquella noche conciliaba el sueño. Recordaba los nervios de los exámenes de septiembre y la sensación de tremendo alivio cuando los dejaba encima de la mesa. Recordaba una innumerable cantidad de pinceladas que habían decorado su vida, que había perdido en algún sitio de su mente. Recordaba y eso le hacía muy feliz.

Vio con meridiana claridad que quería permanecer más tiempo en aquel sitio, fantástico sitio que le había permitido poder volver a experimentar cosas ya olvidadas. Ya no le importaba el silencio, ahora todo estaba inundado por las canciones que cantaban durante el trayecto al zoo con el colegio. Tampoco le importaba la negrura de su confinamiento, coloreada ahora por los enormes ramilletes de amapolas que cogía para su madre en los paseos dominicales por el campo con sus padres.

De repente, la oscuridad se fue transformando en luz, y el silencio en ecos lejanos de diálogos de personas. Mientras que la voz seca y apagada se le presentaba por última vez.
-“Cuando en un laberinto dejas de buscar la salida y decides disfrutar de él, este deja de ser un laberinto. Buena suerte”.

Los ojos de Kglong, tardaron en acostumbrarse a la claridad que entraba por la ventana del hospital. Notó cómo estaba sentado en lo que parecía ser una silla de ruedas, en una sala con otra decena de personas. Cuando miró hacia abajo, vio que de las mangas de su chaqueta salían unas arrugadas y huesudas manos, llenas de manchitas marrones. Con un increíble esfuerzo se tocó la cara y adivinó que mucho tiempo había pasado desde la última vez que se la palpó. Pero eso no le importaba demasiado,volvía a estar en casa y esta vez el tesoro que traía consigo era mucho más valioso que todos los anteriores juntos, y esto le hizo sonreír.

martes, 12 de junio de 2018

El pánico del escritor


Ante aquella visión sentía verdadero pavor. Quizá para cualquier otro era un trozo de papel en blanco, pero para Gustav Bellow, no solo era eso. Era el vacío, la nada, la no-existencia. Algo completamente fuera de toda concepción mental. El papel se había diseñado para contener, para ser escrito, ya fuera por neófitos estudiantes o por venerados maestros en el arte de la narración. No importaba lo que en él se marcara: números, letras, dibujos, lo que fuera. La única visión que le horrorizaba era la del papel en blanco y ahora lo tenía ante sí.

Él era, por encima de todo, un escritor, un contador, como aseveraba su maestro. Pero Gustav no podía escribir ya. Se le había secado el alma de no usarla y esa es la única tinta que cala profundo en el papel.

Una y otra vez intentaba escribir, cuentos, historias de miedo, fábulas. Hacía años había sido capaz de escribir incluso un par de libros de dudosa calidad y ninguna reputación, pero ahora no era capaz de concordar más de tres frases seguidas. Estaba horrorizado y eso le paralizaba aún más.

Recordó entonces haber hablado hacía no mucho tiempo con un extraño personaje, que aseguraba que nos encontrábamos coartados por ciertos procesos mentales y que la única manera de ser nosotros mismos era mediante la liberación del “yo” (o así recordaba que lo llamaba) ya sea por medio del psicoanálisis o bajo los efectos de alguna sustancia “liberadora”.

Gustav Bellow decidió entonces entregarse a las teorías de aquel excéntrico y cerró los ojos. Comenzó a tararear el réquiem de Mozart, pieza que se sabía de memoria desde la infancia. En su cabeza aparecían todas las notas de la orquesta filarmónica de Viena, así como las voces principales y coros, tal y como lo recordaba de la última vez que asistió al Teatro Real, la vigésimo-quinta.

Tras algunos movimientos y sin saberlo, agarró la pluma y comenzó a garabatear al ritmo de la música. Algo que se asemejaba a los movimientos del director con su batuta. Todo ello quedaba impreso en el papel con una delgada línea negra. Tras ello, las palabras brotaban del oscuro líquido, palabras inconexas, todas ellas ecos del libreto que su mente recordaba. No tardaron en aparecer las frases, muchas y de todo tipo. Declaraciones de amor, teorías matemáticas, listas de la compra, recordatorios de navidad. Todo lo que había escrito en su vida volvía en un oscuro fluir caótico. Una y otra vez dejaba las oraciones inacabadas para poder escribir otras que le llegaban a la punta de los dedos con mucha más fuerza.

Cuando terminó el último movimiento, se sintió muy cansado, exhausto, pero feliz. Al abrir los ojos su semblante palideció y su rostro cambió totalmente de expresión. El papel ahora estaba completamente negro. Había escrito primero de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo, en círculos, de cualquier manera posible.
Rápidamente guardó el papel en un cajón con llave, donde no lo pudiera ver nunca. No se atrevió a deshacerse de él, puesto que era todo lo que había escrito en la vida, pero ante esta visión sentía aún más pavor. Era un papel en negro.

sábado, 13 de enero de 2018

Paquito Sares

Paquito Sares se disponía a tomar el examen de historia y estaba muy nervioso. Su profesor, el laureado Don Ezequiel Quiroga, había estado hablándoles en los últimos días de la historia de países cercanos y de cómo se liberaron de la tiránica corona española. Don Ezequiel no sólo era un apasionado de la historia, sino que también era su campo de especialidad. Incluso había llegado a escribir algún libro sobre el tema, que siempre les recomendaba que compraran. Paquito confiaba plenamente en sus muchas horas de estudio y estaba preparado, pero tenía en su cabeza el "run-run" de la fama de estricto de don Ezequiel.

Cuando el profesor entró en la clase cesó completamente el murmullo y los dos o tres despistados que todavía no estaban en su pupitre corrieron a ocuparlo. Uno a uno fue entregando los exámenes a cada alumno. Según los iban cogiendo, sus caras se iban tornando paulatinamente hacia la incertidumbre, perplejidad y desesperación. Era como si un hielo envenenado se fuera transmitiendo del papel, por las manos de los chicos, hasta sus caras. Poco a poco, sus rostros se iban desfigurando, incluso alguno hubo que no pudo aguantarlo y dejó caer alguna lágrima sobre el examen.

Cuando Paquito recibió su examen se esperaba lo peor. Una de esas preguntas generales que le tendría escribiendo toda la hora para conseguir dos puntos. Y así otras cuatro veces más. Antes de coger el papel, sus ojos se cruzaron con los de don Ezequiel y en estos sólo se podía atisvar un rayo de severidad en su fría mirada.

Paquito comenzó a leerlo, llegó al final, dio la vuelta a la hoja y estaba en blanco. No se lo podía creer. Nuevamente volvió a realizar el proceso anterior y el resultado fue el mismo. En el examen había solamente una pregunta:
     1.- Complete el enunciado:
            - Simón Bolívar murió en _______________

Paquito entró en pánico. Sabía un montón de hechos y fechas en la historia de Simón Bolívar. ¿Quizá se refería al año en que murió, 1830? ¿O quizá debería escribir la fecha completa, para demostrar sus conocimientos? Ya se disponía a escribir "17 de diciembre de 1830" cuando una duda explotó en su cabeza. Quizá se esté refiriendo al lugar donde murió. Claro está, murió en la Gran Colombia.
-"Dicen que don Ezequiel es muy severo y estricto en sus exámentes"- pensó Paquito. "Escribiré las dos cosas, fecha y lugar".
Pero de nuevo, cuando iba a plasmar sus conocimientos en el papel, le asaltó la duda.
-"Tras tantos días hablándonos de la revolución que inició Simón Bolívar, no se va a quedar esta única pregunta de examen en decir una fecha y un lugar. Estoy seguro de que don Ezequiel quiere algo más, pero no sé qué"- pensó Paquito, mientras se frotaba con fuerza la cabeza.

Repasó en su mente una y  otra vez las posibles respuestas que escribiría en el examen y ninguna le satisfacía. Todos sus compañeros estaban ya en el patio jugando y Paquito no había conseguido dar con la respuesta adecuada. Ya solo le quedaban dos minutos para acabar el examen y debía escribir algo en el espacio en blanco. Dejó salir todo el aire de sus pulmones en un fuerte soplido y escribió su respuesta. "Simón Bolívar murio en la cama". De esta manera remarcaría el doloroso proceso que la tuberculosis siguó con el ilustre hombre y cómo, alguien que se había distinguido en combate y había dirigido tan brillantemente el proceso de unificación de la Gran Colombia, se veía postrado en sus últimos días sin posibilidad de brillar como lo había hecho antaño.

Durante la hora siguiente, don Ezequiel fue llamando uno a uno a los alumnos para decirles la nota del examen. Cuando Paquito escuchó su nombre, dio un respingo sobresaltado. Le temblaban las piernas mientras recorría la penosa distancia de cinco pupitres que le separaban de don Ezequiel. Este le extendió la mano y le dio su examen diciendo: -"Conmigo no valen las tretas ni las pillerías. Si no estudió, apechugue, pero no escriba fantasías inventadas para salir del paso."

Paquito recibió el examen como un mazazo en pleno rostro. Notaba como si la hoja pesara una tonelada y no fuera capaz de levantarla para ver su nota. Cuando pudo mirarla ya estaba en el pupitre y pudo afrontar, ya sentado, el cero que le habían puesto. Su puño se cerró fuertemente y sus labios se apretaron mientras una lágrima de impotencia lograba escapar y correr mejilla abajo.

Treinta años más tarde, don Ezequiel Quiroga, insigne director de la escuela, ordenaba el correo del día cuando advirtió un paquete a su nombre sin remitente. Lo abrió y al ver un libro de historia se le iluminó la cara. El título del libro era: "Los secretos de la Quinta de San Pedro de Alejandrino, última morada de Simón Bolívar". El autor era el decano de la facultad de historia don Francisco José Sares. El nombre no le sonaba de nada. Al abrir el libro vio una dedicatoria con la firma del autor.

"Don Ezequiel, si vuelve a ocurrirle otra vez, acéptelo. Me hubiera gustado haber sido médico".
                                                                                                              José Luis Sares.

jueves, 14 de julio de 2016

El don



Todavía no se había habituado completamente a ello, pero era totalmente consciente de que habitaba su cuerpo, se hospedaba hasta en lo más profundo de sus entrañas, podía sentirlo. Hizo una mueca con la comisura de los labios y levantando las solapas de la chaqueta, echó a andar.
La primera vez que tuvo esa sensación fue una fría tarde de mayo, dos años antes. El recuerdo, aunque vago, estaba aun grabado en su retina. La Calle Preciados bullía con su usual trajín, todo el mundo deambulaba en pos de una buena compra o para formar parte de la marea humana simulando un trompicado paseo. En un parque aledaño al hotel donde Marco Aguirre trabajaba, en la Plaza del Carmen, la vida se serenaba y pasaba a muchas menos revoluciones que a tan sólo cien metros de allí. Marco Aguirre, recostado en un banco, esperaba a que llegara su hora de entrada, mientras leía  “El Príncipe”, un libro que había encontrado por casualidad en casa.

De vez en cuando, levantaba la cabeza para echar un rápido vistazo a las impasibles manillas del reloj o para escrutar levemente los peatones que iban y venían. Uno de ellos le llamó la atención. Por la vestimenta, podía adivinarse que era un triunfador, un hombre hecho a sí mismo, un hombre que había librado muchas batallas en la vida y, con seguridad, todas las había ganado. Calzaba unos muy lustrados zapatos italianos que conjuntaban casi a la perfección con un suave traje gris a rayas. Coronaba su cabeza una canosa y abundante mata de pelo. Pero lo extraño no estaba en su vestimenta, sino en su rostro. Parecía la imagen misma de la desidia, su paso lastimero y arrastrado le había dejado huella en las suelas de los zapatos y los brazos colgaban inertes de las amplias hombreras. Parecía como si una insondable tristeza estuviera encarcelada entre los barrotes  de su vestidura.

Entonces fue cuando se le acercó y tocándole dijo:
-“Toma, yo ya no lo quiero. Lo siento”.
Al principio le tomó por otro loco más que pulula por Madrid, alguien a quien el dinero había corrompido, no sólo el alma, sino también el cerebro.
Poco a poco empezó a sentir algo desagradable en la boca del estómago que se iba extendiendo por todo su ser. Le daba la impresión de que la gente cada vez hablaba más alto y esto incrementaba su molestia. No tardó mucho en observar que la mayoría de ellos caminaba con paso firme y decidido en solitario, pero las voces crecían y crecían en su tímpano.

Se dio cuenta de que lo que oía no era lo que decían, sino lo que callaban. Podía escuchar con claridad los pensamientos de la gente que junto a él pasaba y eso le asustó al  principio. Quedó maravillado por su asombrosa capacidad y rápidamente lo relacionó con el desgarbado hombre del traje. Tras esto, recordó sus palabras y comenzó a atar cabos. Le habían legado ese don, algo tan valioso como poder leer el pensamiento de la gente, en la calle. Y lo que es más, lo habían hecho porque su antiguo dueño ya no lo necesitaba. Pero, ¿por qué esa coletilla al final de la frase?, ¿Por qué ese “lo siento”?.
No le dio mucha importancia y todavía asombrado de lo que oía, salió a descubrir los infinitos mundos interiores de Madrid.

Casi sin darse cuenta, había utilizado aquél regalo para ascender en su trabajo y ahora tras una serie de acertadas inversiones y reinversiones  era el propietario del hotel donde antes trabajaba.
Todo le sonreía en la vida, conducía coches que antes sólo miraba tras los escaparates, asistía a fiestas donde se codeaba con lo más selecto de Madrid, y socialmente era un ejemplo a imitar. Siempre tenía la palabra adecuada para el momento oportuno, la gente quedaba encantada cuando veía que se adelantaba a sus deseos y todos le rendían un profundo respeto. Había triunfado en la vida.
Una noche, tras una de esas fiestas, caminaba con las solapas de su chaqueta levantadas por la solitaria ciudad. Iba  hacia su coche cuando se encontró con un hombre de constitución fuerte, nariz chata y un tanto desaliñado, que le cortaba el camino. No dijeron palabra, únicamente se miraron a los ojos un par de segundos. El silencio se escuchaba nítidamente en toda la manzana. Ninguno de los dos se movía.
Marco Aguirre asintió y dijo:
-“¿Por qué yo?”.
El individuo encogiéndose de hombros respondió:
-“Mala suerte”-, y sonrió.

La mañana siguiente, todos los periódicos mostraban en primera plana la foto de Marco Aguirre. En amplios titulares podía leerse que el asesino de la baraja había actuado por sexta vez.

2003

domingo, 10 de julio de 2016

Eco



Nazario Herráinz escuchó con calmada complacencia las seguidillas y soleares con las que la ya gastada voz de su vecina Rosita acompañaba sus tareas cotidianas. Dejó su garlopa en el banco de trabajo y por un momento volvió a ser niño, volvió a tomar pan con mantequilla y azúcar mientras su madre remendaba calcetines a la puerta de casa. Por un breve instante había vuelto a su dorada juventud, a las canicas y la lima. Había vuelto a los pantalones cortos y las rodillas desolladas, a los tirachinas y los temerarios robos de higos en el huerto del señor Zacarías. 

Una escueta sonrisa dejó entrever sus amarillentos dientes, que tantos cigarrillos habían sujetado, mientras Nazario moldeaba la madera. Cogió nuevamente la garlopa y se tendió sobre el tablón. Le encantaba el sonido característico del cepillo pasando con ímpetu hostil por la sólida madera, era un rasgueo hueco y monótono que se llevaba a otros mundos para encontrarse consigo mismo.

Jamás hubiera imaginado que ese día sería el último en que escucharía a su vecina Rosita o el roce de la garlopa con la madera. Jamás hubiera imaginado que el pequeño Jorge Sainz estrenaría su bicicleta nueva ese mismo día por el Paseo Imperial. Ni que la señora de Menéndez atajaría por el Paseo Imperial para llegar al hospital, donde había nacido su primera nieta, antes del fin de la hora de visita. Jamás hubiera imaginado que el segundo semáforo del Paseo Imperial llevara estropeado más de dos semanas y no se arreglase por diferentes problemas burocráticos. De hecho, ni si quiera le apetecía pasear, menos aún por el siempre atestado Paseo Imperial.

Cuando recobró el conocimiento estaba en una habitación blanca, tumbado en una cama blanca, junto a la cual se encontraba una blanca mesilla con una blanca jarra. La puerta del cuarto estaba abierta y por ella pudo ver a un hombre con una bata blanca, empujando una blanca camilla. Cerró los ojos.
Cuando los volvió a abrir vio a una mujer huesuda con la cara picada de viruela que le sujetaba la muñeca mientras miraba su reloj. Pasados unos segundos, se dio la vuelta y tras apuntar algo en una carpeta, se fue. Nazario Herráinz intentó hablar, preguntar dónde se encontraba, aunque ya creía adivinarlo, saber qué había pasado, pero no pudo articular palabra. No podía mover la mandíbula. Intentó entonces levantar un brazo para hacerle una señal a aquella delgada señora, pero fue imposible. Intentó después comenzar por algo más sencillo, un dedo. Hizo un grandísimo esfuerzo, tanto físico como mental, por levantarlo, pero una vez más toda su voluntad fue inútil. No cabía la menor duda, no se podía mover. Un tremendo pavor le inundó el cuerpo y extenuado cerro los ojos.
Cuando abrió de nuevo los ojos, le pareció que todo estaba más calmado que antes, incluso él sentía una inestable paz en su interior. Por un momento había olvidado quién era y porqué estaba allí, pero pronto volvió al mundo real y fue consciente de su invariable situación. No podía moverse. Se preguntó a si mismo si estaba inválido, si había perdido la comunicación con sus miembros,  una y otra vez intentaba mover las manos, los dedos, los pies, pero todo esfuerzo era inútil. Su mente no dejaba de hacer esfuerzos por moverse, pero su cuerpo no escuchaba. Intentó, en un titánico esfuerzo, abrir la boca, gritar, expresar toda la rabia que llevaba dentro, pero no lo consiguió y esa fue la gota que colmó el vaso. Se vio el resto de su vida postrado en una cama blanca, junto a una mesilla de noche blanca y atendido por hombres y mujeres envueltos en blancas batas. Toda su  futuro pasó por sus ojos y fue tremendamente desgarrador lo que vio. Abatido, cerró los ojos.

Un pequeño cosquilleo le despertó. Por algún descuido de las enfermeras, había quedado su pie derecho fuera de la sábana y justo en lo más alto de su dedo pulgar había una mosca. Tenía el respaldo de la cama un poco elevado y podía ver con claridad que ese insecto estaba jugueteando con sus dedos y no sólo eso, también podía sentirlo. Percibía ese leve cosquilleo que las pequeñas patas del animal le producían. Normalmente sería algo molesto, pero a Nazario Herráinz le producía una enorme alegría. Podía apreciar otras muchas cosas, se concentró y notó los puntos de su cuerpo en que la sábana le rozaba. Le rozaba en el pie izquierdo, las rodillas, el estómago y el pecho. Su futuro no era tan aciago. Aunque nunca fue muy bueno en anatomía, recordó que el cuerpo se comunicaba interiormente por medio de impulsos nerviosos. Eran esos impulsos los que estaban mandando la información a su cerebro del cosquilleo de las patas de la mosca, del roce de la sábana, incluso de la sensación de calor que pesaba en el ambiente. Su sistema nervioso parecía intacto, pero lo que no entendía era porqué no se podía mover. Imaginó que sería algún problema físico y que con los avances tan importantes que había experimentado la medicina en los últimos 20 años, su incapacidad se solucionaría con una simple operación. Lleno de paz y esperanza, cerró los ojos.

Cuando los volvió a abrir notó una suave y fresca sensación en la cara. Vio a la misma mujer de cara alargada y huesuda que le había estado cogiendo de la muñeca. Con gran delicadeza pasaba la brocha embadurnada en espuma por su cara. Hacía círculos muy pequeños y veloces, como si del mejor barbero de la ciudad se tratara. Nazario Herráinz estaba contento, sentía la humedad de la brocha y la tibieza de la mano que le sujetaba la cabeza. La enfermera cogió la cuchilla con una mano y con la otra le estiró la piel del cuello. Nazario Herráinz sintió el helado filo de la cuchilla y la leve resistencia que su barba ejercía, pero había algo extraño. No oía el rasgueo de la cuchilla con su pelo, sabía de su poblada barba y recordaba cómo siempre que se afeitaba le encantaba ese sonido de lucha entre la cuchilla y su vello, pero ahora era incapaz de escucharlo. Todavía extrañado por el descubrimiento, Nazario Herráinz vio que la enfermera abría y cerraba la boca con gran asiduidad. Le estaba hablando, pero él era incapaz de oír. Al igual que su cuerpo no escuchaba sus órdenes, él no podía percibir ningún ruido. Estaba sordo. Sordo e inmóvil. Cerró los ojos.

Un gran estruendo le despertó. Sintió perfectamente cómo se había caído la jarra blanca que estaba junto a él. Desde su posición apenas podía verla, pero por el rabillo del ojo podía sentir su figura, erguida sobre la mesilla de noche, como siempre había estado.  Pensó que había sido un sueño, algo que había ocurrido dentro de su cabeza mientras soñaba. Entonces, escuchó una voz de mujer maldecir y quejarse de lo mucho que tenía que trabajar en su turno. No vio a nadie en la habitación. Su mente le estaba jugando malas pasadas. Entró su enfermera a tomarle el pulso como hacía cada mañana de los seis meses que llevaba en el hospital. Como siempre, le desarropó la mano derecha y le agarró suavemente de la muñeca, mientras miraba fijamente su reloj. Cuando terminó, le volvió a arropar y mientras se giraba, golpeó con el brazo, fortuitamente, la jarra blanca que se encontraba erguida sobre la blanca mesilla de noche. Vio como esta se caía y recordó el estruendo que esta había provocado en su mente tan sólo unos minutos atrás y cómo ella se lamentaba. Tras esto, escucho, con total nitidez el chirrido de unas ruedas y una distendida conversación entre un muchacho joven y una mujer mayor. Al cabo de unos minutos, vio cómo pasaba por delante de su puerta un enfermero empujando a una anciana en su silla de ruedas. Ambos sonreían y movían alegremente la boca y los brazos. Ya estaba seguro. Había recobrado su sentido del oído, pero había un desfase temporal. Lo que él escuchaba no pertenecía al presente, sino al futuro. Entre lo que él podía oír y el momento  en que debía ocurrir solían pasar varios minutos. No sabía a que se debía pero lo aceptó como un regalo. Su mundo ya no era silencioso. El mundo tenía algo que contarle y él podía escucharlo. Tardó cierto tiempo en acostumbrarse. Al principio le costaba y cuando veía las situaciones, sus sonidos se representaban como ecos en el tiempo, pero poco a poco le pareció algo normal. Oía a Carmen darle los buenos días y se preparaba, puesto que sabía que en pocos minutos entraría ella con su bata blanca y su delgada cara a tomarle el pulso. Oía una conversación sobre fútbol y hacía sus cábalas para adivinar la edad de los interlocutores, su apariencia física, incluso si tenían alguna incapacidad. Oía el eco de unos zuecos acercarse, y por el sonido, podía saber de qué enfermera se trataba. 

Una noche Nazario Herráinz estaba entretenido escuchando la conversación de las enfermeras de guardia. Estaban comentando la inminente boda de la hija del Primer Ministro de la República con un reputado abogado de la capital. La boda sería el siguiente fin de semana y todo el mundo hablaba de ella, del número y la importancia de los comensales, de la basílica en la que se celebraría la homilía, hasta del menú del banquete hablaban. Entonces, Nazario Herráinz escuchó un insistente pitido tras su cabeza. El sonido era muy agudo y se le clavaba en los oídos. También escuchó el galopar de zuecos hacia su habitación y la confusión de voces de las dos enfermeras. El bullicio que montaban era ensordecedor y no alcanzaba a entender nada de lo que decían. Tras esto, no oyó nada más. Aunque primeramente se había puesto bastante nervioso por la situación de alarma que había escuchado, con el silencio comprendió todo  y cerró los ojos.

(En el parte de aquella noche se certificó la defunción de D. Nazario Herráinz de muerte natural.)

2004